viernes, 4 de octubre de 2019

A quinientos años de la llegada de los españoles a México. 1519-1521




El deber cumplido


Ramón Moreno Rodríguez[*]


Para continuar la labor empezada por Hernández de Córdoba, Diego Velázquez envió una nueva expedición a explorar las tierras recién descubiertas. La encabezaba Juan de Grijalva, paisano del gobernador aunque algunos historiadores hasta pariente lo hacían de éste.




El segundo expedicionario no era el voraz aventurero que las crónicas dicen que fueron la inmensa mayoría de exploradores y conquistadores. No obstante, el final de su vida transcurre matizado por la rapacería y la desdicha. Pero no es de su trágica muerte en Centroamérica de lo que ahora hablaremos, que sucedió en 1527, sino del presente, de su exploración de las costas mexicanas en 1518.

De ese viaje que se prolongó aproximadamente por seis meses, quiero destacar la visita que hicieron los españoles a dos monarquías indianas: la de Potonchán, hoy conocida como Champotón, y la de Tabasco. Ambos eventos fueron muy contrarios en sus resultas y también muy reveladores de la psicología colectiva de los naturales de estas tierras y de los extranjeros.

 Llegaron Grijalva y sus acompañantes –200 aventureros, cincuenta tripulantes y más de cien esclavos indios– con un deliberado propósito: vengar la derrota de Hernández de Córdoba. En esa ocasión no hubo prudencia que valiera. ¿Eran instrucciones del gobernador? Probablemente sí, aunque eso no quita la responsabilidad al joven capitán. Los extranjeros creían pertenecer a una cultura superior y ese fue uno de los acicates que los llevó a cometer tantos abusos y también las más portentosas hazañas.

Este medio de sojuzgar vía los violentísimos hechos fue una práctica constante desde un primer momento y nunca concluyó mientras los españoles gobernaron en el Nuevo Mundo; algunos hechos tardíos confirman la sistematicidad a la que me refiero. En el siglo XVIII, por ejemplo, cuando nadie ni nada podía oponerse al poder hispano perfectamente solidificado en las colonias, se dio el inefable descuartizamiento de Tupac-Amaru y se obligó a su familia a presenciar tan grave crueldad; o qué decir de las atroces matazones en el siglo XIX, en Cuba, cuando a raíz de la lucha por la abolición de la esclavitud, el ejército realista reprimió ferozmente al pueblo desarmado; y nada digamos de las afrentas que se le hicieron a Hidalgo cuando lo tomaron preso y la sevicia usada contra su indefenso cadáver. Y digo que eso fue así desde un primer momento porque el mismo almirante Colón lo puso en práctica para sojuzgar a los taínos de Santo Domingo.

Durante estos hechos iniciales de la conquista de México (1519-1521), tanto los primeros exploradores (es el caso de Grijalva que a continuación narraremos), como los posteriores de Cortés o de Nuño de Guzmán o de Pedro de Alvarado (por sólo mencionar unos nombres de genocidas reconocidos como tales, tanto por detractores como por defensores de la conquista), lo utilizaron sistemáticamente. Una ley maquiavélica asumida en las islas dictaba que la única manera de sojuzgar a una población tan numerosa y a todas luces imposible de igualar en cantidad, era someterla vía el terror; un capítulo de esa ley no escrita advertía que, cuando el azar lograba inclinar la balanza a favor de los indios, tarde o temprano se debería regresar al lugar de los hechos y hacer una ejemplar matazón. Eso es lo que hizo Grijalva en esa ocasión. Muchos casos están documentados que así sucedieron en las islas antes de 1519 y de otros muchos se sabe que después ocurrieron, por eso digo que no debe haber sorpresa en las iniquidades que Grijalva hizo en Champotón, haya sido una orden de Diego Velázquez o una decisión personal. Tales conductas estaban en el ambiente de guerra creado por los peninsulares, da lo mismo cómo haya prendido la chispa.

Esto explica lo inopinado de los hechos y responde a la sorpresa que algunos cronistas expresaron en su momento de por qué se dio aquella batalla, sin razón ni causa aparente y cómo fue que después, el mismo Grijalva buscara hacer cordiales tratos con los indios de otras comunidades, como en efecto los hizo y que también contaremos en esta memoriosa serie.

Hacia el día 13 de mayo de este año que referimos de 1518, llegaron las naves que encabezaba Grijalva a las costas de Champotón, después de un errático recorrido de la costa yucateca. No enviaron mensajeros como era costumbre, ni nada dijeron; miraban, sólo miraban intimidantes: asumían el juego del gato y el ratón. Lógico es que los yucatecos se alarmaran en grado sumo, la experiencia habida hacía un año les decía bien a las claras lo que presto les pasaría. Las mujeres y los niños huyeron a la selva, los hombres dejaron sus cultivos y corrieron por sus armas; los halach-uinic (los sacerdotes),  enviaron espías y mensajeros hacia las casas que flotan, hacia los cerros peregrinos (de ambas maneras llamaban a las naves extranjeras en la lengua del mayab).

Grande vocerío se hace en la playa. El pueblo se agolpa, dispuesto a luchar contra los extranjeros; lanza sus piedras, arroja sus dardos. Todo es inútil, las naves están muy lejanas; imposible llegar hasta ellas en las cheem, sus pequeñas y frágiles embarcaciones. No hay más remedio que esperar. Grijalva ordena bajar dos alargados cañones de bronce que llaman falconetes y aprestarse para llevarlos en los bateles a la costa. Los extranjeros también miran a los potonchanecas, dispuestos a ajustarles las cuentas. Grijalva ordena calma, deja pasar el día.

Cae la tarde y cuando empieza a anochecer el capitán ordena al arma. Diez bateles se abarrotan de aventureros sedientos de venganza. Cinco marinos por banda y algunos esclavos taínos reman a toda prisa. Los encargados de los pesados bronces, como pueden, apuntan a la masa que los espera en la línea costera y disparan. Dos grandes boquetes se le hacen a aquella informe muchedumbre, los que no mueren destrozados, huyen a una albarrada protectora.

Ha caído la noche cuando los extranjeros ganan la playa e instalan sus mortíferos cañones sin que los naturales se lo puedan impedir. Con precisión, los artilleros dirigen sus aterrorizantes pertrechos al templo mayor y a las casas reales. Disparan repetidamente. En lo alto de la pirámide el fuego se declara, la oscuridad chisporrotea, las altas flamas parece que pretenden escalar por las estrellas. Los extranjeros saben que los indios no hacen la guerra de noche. Son conscientes de que sus naves, sus armas, sus estruendosas culebrinas atemorizan; de noche el terror se multiplica.

El halach-uinic ordena a la vanguardia de los feroces guerreros rapados salgan del albarradón y se apoderen de los mortíferos instrumentos. Cincuenta, cien cruentos guerreros armados atacan, más que con sus macanas de reluciente obsidiana, con la temeridad. Éstos ya los esperan en masa, protegiendo con sus filosas espadas toledanas y sus estruendosas máquinas. El pavoroso filo metálico se impone a los desnudos cuerpos. Los que no son destazados huyen al muro protector.

Grijalva adelanta unos pasos y grita convencido su verdad, nada queremos de vosotros sino la paz, e un poco de agua, que ya sabéis, habemos menester della. Una esférica piedra del tamaño de una pelota de beisbol recibe por respuesta en lo alto del morrión que lo hace trastabillar. Sabe que no lo entienden, pero continúa su hipócrita discurso: mirá que no seáis locos, nos, no somos el desafortunado capitán Hernández de Córdoba, si lo queremos en un sanct e amén os mataríamos, pero no lo haremos, dadnos agua e nos marcharemos presto.

Un indio de Cozumel que el desafortunado Hernández de Córdoba había secuestrado para que aprendiera la lengua y que ahora acompaña a la nueva expedición para hacer tales funciones de traductor, sin que se lo pidan, se adelanta y grita: dice mi amo el ts’ul que nada quiere sino agua, dadsela y así, nadie más morirá.

Desarmado de su treta, Grijalva ordena avanzar hasta la albarrada y apropiarse de ella. La carnicería es eminente: no hay escapatoria para las filosas espadas y los feroces lebreles. Una emboscada, sólo una emboscada podría cambiar los papeles, como sucedió el año anterior, pero a campo abierto y en la oscuridad, la ventaja es para los extranjeros.

Un batab busca en medio de la oscuridad y la batalla al extranjero que entiende su lengua y le explica que en las dunas del norte hay una balsa repleta de fresca agua de lluvia, que marchen allá y se lleven toda la que puedan. Sin demora, el isleño revela el secreto a Grijalva, éste, a regañadientes ordena bajar de las naves diez pipas y henchirlas del precioso líquido. La lucha se detiene. Ambos bandos se miran recelosos. Avanza la noche, los extranjeros han subido a las naves el agua que han querido pero no se marchan. El halach-uinic se prepara para reanudar el combate. Envía un mensajero a los ts’ules, que mira en las distantes penumbras.

El valiente guerrero portador del mensaje en forma de tea se aproxima a los españoles y les lanza a los pies el hachón: cuando se consuma o se apague se habrán de marchar, si no, morirán como los temerarios táanxel kaahil que se atrevieron a entrar en el mayab sin el consentimiento de su señor. Aunque los forasteros no entiendan las palabras, el mensaje es claro. El combate se reanuda.

El número de los mayas parece favorecer a los indios. Grijalva hace el daño que más puede y se repliega hacia las naves. No ha pasado de medianoche y los españoles ya han abordado las naos sanos y salvos, excepto seis, cuyos cadáveres son izados a la cubierta con dificultad. Abajo, en la playa, la carnicería ha sido notable, más de cien hombres del mayab han sido descuartizados por las temibles espadas o por las estruendosas culebrinas o los hambrientos lebreles, a más del incendio y destrucción del templo y las reales moradas del halach-uinic.

Y aunque Grijalva ha perdido dos dientes, sonríe satisfecho, con la sensación del deber cumplido.

*Es doctor en literatura español. Imparte clases en la carrera de Letras Hispánica en la U. de G., CUSUR. ramonmr@vivaldi.net






 




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