jueves, 17 de agosto de 2017

Un poeta de atmósferas


Jorge Rúa



Han pasado siete años de aquella tarde abrasiva de agosto; era domingo.

Un gran poeta – Víctor Manuel Pazarín Palafox – regresaba a la tierra que todo le había negado, y que ahora, en una tarde, le daba todo. Habían pasado veinticinco años.


El peso del volcán hizo caer la tarde sobre el momento breve del paisaje; en un instante el valle se teñía por las luces de su genio y el prodigio de su inteligencia, en silencio, todos escuchábamos cantar a la musa la cólera del pélida Aquiles; el mismo paisaje de curvas y volcanes se doblegaba ante la voz del poeta.

El tiempo no ha hecho más que acrecentar su estatura de gran fabulador en cuanto a su talento, ingenio, capacidad de percepción y gran generosidad; quizá por eso ve todos los días en la transparencia de la luz a seres y fuerzas que no todos vemos. Si bien es espontáneo e impredecible, es así mismo una persona sumamente reservada.

Nos conocimos aquella tarde de agosto.

Siempre han sido –Deana su esposa y él – anfitriones decorosos y corteses, aquí en su casa de Tonalá, que es además su refugio y fortaleza, me cuentan ambos de su complicidad con el tiempo; encontrarse con ellos es todo un ritual, también uno se siente inquieto: pocas veces se tiene la fortuna de conocer unas personas tan creativas y a la vez tan modestas. Pronto descubrí que viven enamorados del silencio; quizá por eso no tienen más remedio que cantarle al amor y expresar con palabras lo que la boca calla. Comparto con ellos este entusiasmo y, entonces les digo que necesito tanto el silencio como la poesía y, por supuesto, un buen vino.

Con frecuencia nos vemos los sábados.

Mientras la tarde cae, la música de Roger Miller nos acompaña siempre; compartimos la mesa entre copas de tinto y una extraordinaria comida de Deana; todo bajo una luz cálida: las historias empiezan a subir entre los árboles desde una cañada llena de recuerdos de infancia. Aquí me confiesan que todos los días al salir el dorado sol Tonalteca, vuelve uno o varios colibríes a asomarse por la ventana de su alcoba, a veces – me dicen – es uno albino, todo blanco. La tarde se diluye con las copas de vino, continúo escuchando pero no puedo dejar de admirar su gran colección de obra gráfica y cerámica tonalteca; formas con leyendas orgánicas, vegetales, espirituales…

Me dirijo siempre a él – al poeta – como Maestro, en muestra de admiración y respeto pero sobretodo de agradecimiento; admiración por la magia de las cosas sencillas que ocurren en  su poesía. Sé que su obra se nutre de amor y de música; nace de una búsqueda y diálogo intensos con la tradición y la historia. Una poesía vitalista, optimista; capaz de vivificar y fertilizar el espíritu donde se establece su obra; una poesía que como él mismo transmite una gran alegría por vivir.

Nuestro gusto compartido nos llevó a viajar dentro de la sierra de Mazamitla –al poblado de “El Volantín”– en busca de la hacienda “Los Corrales”; viajamos a conocer el origen del genio, Luis Barragán. Aunque la mayor parte de la hacienda serrana ha desaparecido, los tejados, el paisaje de eucaliptos, los enormes corrales, los espejos de agua y la forma de construcción artesanal evocan a Barragán. La luz esta llena de nostalgia blanca. Permanecimos toda la tarde, luego retornamos a Guadalajara.

Deana, Maestro: pronto nos volveremos a encontrar por las avenidas Nueva York; es otra promesa.

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